Lo que hacemos mal

Algunas cosas de Telmo, aparentemente irrelevantes, me despiertan emociones abrumadoras. Por ejemplo, hace dos días. Estamos desayunando y le propongo unas galletas untadas con mantequilla y miel. Estas cosas procesuales le gustan. Se pone una cosa y luego la otra sobre la galleta. Se tapa después con una segunda galleta haciendo un sandwich. Yo voy produciendo sandwiches de galleta, mantequilla y miel bajo su atenta mirada al mismo ritmo que él se los come.

En un momento dado, cuando recibe un ejemplar, coge el cuchillo y trata de untar, sobre un sandwich ya terminado, más mantequilla. Ese gesto intrascendente desata en mí una marea de sentimientos, una suerte de rememoración proustiana del primer momento en que lo vi, recién nacido. Con su madre aún en el quirófano, la enfermera me lo trajo a una habitación dejándonos solos. Gesticulando con muecas. Recuerdo especialmente la intensidad de cada pequeño gesto, cada movimiento, de su boca o mano, como un seísmo sacudiéndome por dentro. Sus ojos abiertos. No llora. Parece ver con esos ojos ciegos algo que nosotros ya no podemos percibir, como si estuviera haciendo una valoración inicial del mundo, calculando riesgos, midiendo posibilidades. Claro, que esto parece más una proyección de lo que yo probablemente hacía, calcular los riesgos de manera inconsciente, debido al sentimiento de culpa que genera traer alguien tan frágil a un lugar tan inhóspito como es el mundo.

La cuestión de la galleta y la mantequilla es averiguar por qué enlaza en mi memoria con ese momento primordial. Y está relacionado, precisamente, con la vulnerabilidad, con la dependencia, con la imposibilidad de valerse por sí mismo. La decisión de untar mantequilla por la parte exterior del sandwich de galleta, la ínfima, casi ridícula cantidad de mantequilla utilizada, la posición perpendicular del cuchillo respecto a la superficie, incapaz de aplastar… toda una serie de desarreglos que imposibilitan la corrección de la acción, entendida desde el adulto, en conjunto con esa delicadeza de la que sólo es capaz una mano con ese tamaño.

Fue esa fragilidad, esa incapacidad para dominar el entorno lo que me hizo temblar en el momento de su nacimiento y es lo que despierta de nuevo al calor de una galleta con mantequilla. Ese es el sentimiento que te desarma y te conduce a la sumisión total frente a un niño.

Pero más allá de mi relación con Telmo, este sentimiento me ha llevado por un camino insospechado, ya que ahora, de forma inconsciente, reacciono igual frente a la fragilidad de cualquiera. Es una puerta que se ha quedado abierta. Ahora me gustan más las personas que dudan y los caracteres menos dominantes, empatizo con la incapacidad. Pero esto no implica necesariamente dividir a las personas entre los que saben y los que no o entre los que pueden y los que no. Más bien, he aprendido a ver esa incompetencia en cada uno porque, a fin de cuentas, es algo que te acompaña desde que naces hasta que mueres.

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