Memoria, recursividad y Ernst Gombrich

Ayer*, Telmo y yo, antes de dormir, hicimos una primera aproximación a la problemática epistemológica de la recursividad. Leímos la introducción que hace Gombrich en su «Breve historia del mundo», donde habla de la historiografía, ubicándola en una línea de tiempo cuyo principio es inalcanzable, similar al efecto de enfrentar dos espejos. Experimentamos con los espejos y comprobamos cómo se contienen unos en otros.

Gombrich habla del recuerdo desde la metáfora: Un papel ardiendo, cayendo por un pozo oscuro e iluminando a su paso, con una luz más débil cuanto más profundo cae.

Al finalizar la introducción, Telmo habló, demostrando, una vez más, una sorprendente habilidad para manejar abstracciones.

—¿Sabes qué?
—Qué.
—Que si una idea se hace pequeña, se nos olvida.


ERASE UNA VEZ

Todas las historias comienzan con «érase una vez». La nuestra sólo pretende hablarnos de lo que fue una vez. Una vez fuiste pequeño y, puesto en pie, apenas alcanzabas la mano de tu madre. ¿Te acuerdas? Si quisieras, podrías contar una historia que comenzase así: Érase una vez un niño o una niña…, y ése era yo. Y, una vez, fuiste también un bebé envuelto en pañales. No lo puedes recordar, pero lo sabes. Tu padre y tu madre fueron también pequeños una vez. Y también los abuelos. De eso hace mucho más tiempo. Sin embargo, lo sabes. Decimos: son ancianos; pero también tuvieron “abuelos y abuelas que pudieron decir del mismo modo: érase una vez. Y así continuamente, sin dejar de retroceder. Detrás de cada uno de esos «érase una vez» sigue habiendo siempre otro. ¿Te has colocado en alguna ocasión entre dos espejos? ¡Tienes que probarlo! Lo que en ellos ves son espejos y espejos, cada vez más pequeños y borrosos, uno y otro y otro; pero ninguno es el último. Incluso cuando ya no se ven más, siguen cabiendo dentro otros espejos que están también detrás, como bien sabes.

Eso es, precisamente, lo que ocurre con el «érase una vez». Nos resulta imposible imaginar que acabe. El abuelo del abuelo del abuelo del abuelo…, ¡qué mareo! Pero, vuelve a decirlo despacio y, con el tiempo, lograrás concebirlo. Añade aún otro más. De ese modo llegamos a una época antigua y, luego, a otra antiquísima. Siempre más allá, como en los espejos. Pero sin dar nunca con el principio. Detrás de cada comienzo vuelve a haber siempre otro «érase una vez».

¡Es un agujero sin fondo! ¿Sientes vértigo al mirar hacia abajo? ¡También yo! Por eso vamos a lanzar a ese profundo pozo un papel ardiendo. Caerá despacio, cada vez más ¿Sientes vértigo al mirar hacia abajo? ¡También yo! Por eso vamos a lanzar a ese profundo pozo un papel ardiendo. Caerá despacio, cada vez más hondo. Y al caer, iluminará la pared del pozo. ¡Lo ves aún allá abajo? Continúa hundiéndose; ha llegado ya tan lejos que parece una estrella minúscula en ese oscuro fondo; se hace más y más pequeño, y ya no lo vemos.

Así sucede con el recuerdo. Con él proyectamos una luz sobre el pasado. Al principio, iluminamos el nuestro; luego, preguntamos a personas mayores; a continuación, buscamos cartas de individuos ya muertos. De ese modo vamos proyectando luz cada vez más atrás. Hay edificios donde sólo se almacenan notas y papeles viejos escritos en otros tiempos; se llaman archivos. Allí encontrarás cartas redactadas hace muchos cientos de años. En cierta ocasión, en uno de esos archivos, tuve en mis manos una que decía sólo esto: «¡Querida mamá! Ayer tuvimos para comer unas trufas magníficas. Tuyo, Guillermo». Se trataba de un principito italiano de hace 400 años. Las trufas son un alimento muy valioso.

Pero esta visión dura sólo un momento. Luego, nuestra luz va descendiendo con rapidez creciente: 1000 años; 2000 años; 5000 años; 10 000 años. También entonces había niños a quienes les gustaba comer cosas buenas. Pero todavía no eran capaces de escribir cartas. 20 000, 50 000 años; y también aquella gente decía entonces «érase una vez». Nuestra luz del recuerdo es ya diminuta. Luego, se apaga. Sin embargo, sabemos que la cosa sigue remontándose. Hasta un tiempo archiprimitivo en el que no había aún seres humanos. En el que las montañas no tenían la apariencia que hoy tienen. Algunas eran más altas. Con el paso del tiempo, la lluvia las ha desleído hasta convertirlas en colinas. Otras no estaban todavía ahí. Crecieron lentamente saliendo del mar, a lo largo de muchos millones de años.

Pero, antes aún de que existieran, hubo aquí animales. Muy distintos de los actuales. Enormemente grandes, casi como dragones. ¿Cómo lo sabemos? A veces encontramos sus huesos profundamente enterrados. En Viena, en el Museo de Historia Natural, puedes ver, por ejemplo, un Diplodocus. Diplodocus; ¡vaya nombre tan raro! Pues el animal aún lo era más. No habría cabido en una habitación; ni en dos. Tiene el tamaño de un árbol alto; y una cola tan larga como medio campo de fútbol. ¡Qué ruido debía de hacer aquel lagarto gigante —pues el Diplodocus era un lagarto gigante— cuando marchaba a cuatro patas por la selva virgen en la prehistoria!

Pero tampoco eso fue el principio. También ahí hemos de continuar hacia atrás; muchos miles de millones de años. Es fácil decirlo, pero, piensa un momento. ¿Sabes cuánto dura un segundo? Lo que te cuesta contar deprisa 1, 2, 3. ¿Y cuánto tiempo son mil millones de segundos? ¡32 años! ¡Imagínate, pues, lo que pueden durar mil millones de años! Por aquel entonces no había animales grandes; sólo caracoles y moluscos. Y si seguimos retrocediendo, no había ni siquiera plantas. Toda la Tierra se hallaba «desierta y vacía». No había nada: ningún árbol, ningún arbusto, ninguna hierba, ninguna flor, nada de verde. Sólo aridez, rocas peladas y el mar; el mar vacío, sin peces, sin moluscos, hasta sin lodo. Y si escuchas sus olas, ¿qué te dicen? «Érase una vez». La Tierra, una vez, era quizá tan sólo una nube de gas comprimida como otras que podemos ver —mucho mayores— a través de nuestros telescopios. Dio vueltas alrededor del Sol durante miles de millones, e incluso billones de años; al principio sin rocas, sin agua y sin vida. ¿Y antes? Antes tampoco existía el Sol, nuestro amado Sol. Sólo extrañas, muy extrañas estrellas gigantes y otros pequeños cuerpos celestes se arremolinaban entre las nubes de gas en el espacio infinito.

«Érase una vez»…; también yo siento vértigo al llegar aquí e inclinarme hacia abajo de ese modo. Ven, regresemos rápidos al Sol, a la Tierra, al hermoso mar, a las plantas, a los moluscos, a los lagartos gigantes, a nuestras montañas y, luego, a los seres humanos. ¿Verdad que es como volver a casa? Y, para que el «érase una vez» no tire continuamente de nosotros hacia ese agujero sin fondo, vamos a preguntar sin esperar ni un momento más: «¡Alto! ¿Cuándo fue?».

Si al hacerlo preguntamos también: «¿Cómo fue, en realidad?», estaremos preguntando entonces por la historia. No por una historia, sino por la historia, que llamamos historia universal. Con ella vamos a comenzar ahora.

Ernst Gombrich


*5 de octubre de 2017.