Las palabrotas tienen una función social esencial y son una herramienta necesaria del lenguaje. Esto se hace evidente al ver la evolución de su uso en un niño al crecer.
Establecemos las palabrotas como un elemento prohibido para poder transgredir la moral sin producir daño.
En este sentido se parecen mucho al sabor picante, que dispara los mecanismos noniceptores —los mecanismos del dolor— sin producir un daño real en el cuerpo. Las palabrotas nos permiten transgredir la moral sin dañar a nadie, más allá de lo que pueden hacerlo las palabras.
Cuando un adulto dice «joder», está reafirmando su capacidad para situarse fuera de la norma, de la moral consensuada, sin producir un daño real sobre los demás.
Por tanto, decir palabrotas revela una necesidad de reafirmar la propia autonomía frente a la presión social.
Telmo siempre ha tenido permiso para decir palabrotas, nunca le he regañado. De pequeñito él decía palabrotas y yo le hacía cosquillas para que no las dijera, pero, como le gustaban las cosquillas, acababa diciendo palabrotas para provocarme. Esto ha producido que durante un tiempo él no le dé el sentido peyorativo estricto que le damos los adultos.
Ahora, al ver cómo utiliza palabrotas con sus amigos —Esto me lo cuenta de forma privada porque sabe que no le voy a regañar. Ellos dicen palabrotas sin que los mayores lo sepan— veo que el sentido que tienen es la mera oposición a la prohibición del mundo adulto. Es el juego de la autonomía, de la independencia.
Más adelante es de esperar un giro por el cual las palabrotas serán dichas, precisamente, para sentirse integrados en ese mundo adulto que permite de forma oficiosa decir palabrotas sólo a los adultos.
En mi caso, no suelo decirlas y Telmo tampoco. Sólo a modo de juego, pero no es una forma de expresión habitual.
Paradójicamente, al no prohibirlas, su utilidad como medio de transgresión desaparece y se usan menos.