Telmo crecía como una enredadera, un poco por aquí y otro por allí, aferrándose a las cosas que le iban permitiendo ser alguien. Al principio era difícil, porque todo se movía, resbalaba, desmenuzaba y corrompía. A poco que se despistara, lo bueno medraba entre la sombra y, por el contrario, lo malo tintineaba como los reflejos del sol en el agua de la piscina. Así, el sentido se escurría al ritmo de los muchos sonidos que aprendió a construir. Pronto descubrió el poder de las palabras. Con ellas pudo someter el tiempo, deteniéndolo coyunturalmente para poder disfrutar de ciertos escenarios sobre los que se deslizaba a la manera de un tobogán. No era algo, digamos, excesivamente profesional. Cada escenario en particular podía sostenerse en equilibrio durante breves instantes interminables—si usamos la eternidad como unidad de medida—. En ese lapso, Telmo podía recorrerlo, descubriendo sus rincones y peculiaridades y le gustaba enormemente hacerlo. Por ejemplo, los días y las semanas o las izquierdas y las derechas parecían difuminarse intercambiando su esencia. Antes y después, ahora y luego, aquí y allí parecían especialmente promiscuos. Otros, por el contrario, tenían un carácter más definitivo, como el “tú” y el “yo”, y también los había traicioneros como los sabores y los olores, que podían producir universos dispares según el momento.
Telmo descubrió que su integridad no estaba en juego aún en la vorágine total de una eventual catástrofe que desmoronara su jardín secreto. Aquellos senderos que se bifurcan iban y venían, podían cruzarse y entrelazarse tantas veces como fuera preciso, siendo, él mismo, muchos Telmos y, a la vez, siempre el mismo. Una vez quedó claro este asunto, Telmo empezó a cabalgar sin miedo sobre las palabras. Las arrojaba a la arena y las observaba evolucionar, colisionar, expandirse y retraerse, adquiriendo una destreza sobrecogedora en ese ambiente caótico e impredecible en el que empezó a construir efímeras realidades a su medida, disolviéndolas y redefiniéndolas torrencialmente, disgregándolas en efervescencias o sesgándolas con rudeza.
Todo aquello debió encontrar un límite porque en algún momento sus palabras parecieron desobedecer. Apareció aquello, lo otro, oponiéndose con insistencia, unas veces parecía meramente sugerir algo distinto y otras se imponía de forma brusca y definitiva y no se le podía hacer frente en absoluto. El “eso” parecía hacerse más y más fuerte. Crecía al mismo tiempo que el mismo Telmo pero siempre acababa por sobrepasarle. Recuerdo una vez que Telmo me pegó con la mano en la tripa, con esa forma de pegar que no quiere hacer daño sino meramente significar. “Ha sido el monstruo de los cinco cuernos”, me dijo con su extraordinaria habilidad para construir el universo. Sin embargo, yo pensé que había sido él mismo y tuve que soplarle la tripa y hacerle cosquillas en las orejas igualmente. He de reconocer que esta vez me equivoqué completamente y que el autor del atentado fue, en efecto, el mismísimo monstruo de los cinco cuernos, al que habíamos conocido juntos en un videojuego. Este ejemplar pasaba los días de siesta en siesta, enfureciéndose si alguien osaba despertarle. Nosotros tratábamos de sobrepasarle con sigilo, pero su sueño era demasiado liviano y la cosa acababa inevitablemente en un enfrentamiento sin cuartel.
Así que, cuando todo parecía abocado a una vida de temor y confusión, Telmo puso en juego todo lo aprendido, dominando al monstruo con maestría. “Es un monstruo bueno”, me dijo. Aquello que se imponía implacablemente retrocedió hasta el horizonte quedándose agazapado a la espera de un momento más propicio y Telmo pudo invitar al monstruo a merendar en casa.
A estas alturas parece claro que ese monstruo furioso que habita en Telmo había surgido del mismísimo conflicto entre Telmo y aquello otro que no tenía nombre, y que ese conflicto es lo que nosotros llamamos “hacerse mayor”.