El miércoles pasado, al recoger a Telmo del cole, hacía una tarde estupenda. Nada más salir a la calle, Telmo agarró una hoja del suelo y un palo. El palo, normal. Lo utiliza para explorar sonidos y texturas, sumergiéndolo en charcos, golpeando farolas, hojas y piedras, y para atizarme con él. La hoja, por el contrario, era especialmente irrelevante. No era una hoja bonita con forma de hoja, ni una hoja seca de la que extraer un crujido, desmenuzar y echar a volar al viento. Era una especie de hoja fallida. Arrugada por el tiempo, sobre sí misma, de forma grotesca. Había perdido su silueta original asemejándose más a un muñón con trazas de moho y restos de larvas. Sin embargo, aún conservaba el pedúnculo intacto, lo que permitió a Telmo hacerse con ella sin destruirla.
Esa tarde hicimos un recorrido amplio para llegar a casa. Subimos al autobús y nos bajamos en la carretera para cruzar por la pasarela, subiendo y bajando a toda velocidad por las prolongadas rampas de acceso. Callejeamos hasta la plaza para ver las cigüeñas en vuelo rasante y escuchar sus característicos chasquidos que imitamos con deleite. “Catacatacataca”. Estrujamos el fruto redondo de los árboles, comprobando con la nariz el persistente hedor que su interior deja en los dedos al salir.
Más tarde, en el parque, las manos de Telmo aún conservaban el palo y la misteriosa hoja. Pero Telmo necesitaba sus manos para subir al columpio y me ofreció, delicadamente, la custodia de sus posesiones.
Dos días después, al ponerme la cazadora, he descubierto los restos de la hoja que, finalmente, sucumbió a los rigores de mi bolsillo, quedando fragmentada e irrecuperable, y no he sido capaz de tirarla a la basura.